El Programa Vasco de Protección para Defensoras y Defensores de Derechos Humanos acoge este año a un líder del pueblo senú, perteneciente a la Organización Indígena de Antioquia (OIA) en Colombia. Este Programa es una herramienta de solidaridad política que desde el año 2011 acompaña a organizaciones, colectivos y comunidades defensoras de derechos humanos, a propuesta de ONGDS vascas con lazos de solidaridad en América Latina y en otras regiones.

En esta ocasión, la COVID-19 ha trastocado los planes de formación e incidencia política, además del descanso y el disfrute de una ciudad sin los riesgos y las amenazas a los que se enfrentan a diario en sus lugares de origen por el trabajo que realizan en defensa de la vida y de los derechos humanos. Para este líder indígena, el “confinamiento” no es nuevo ya que, con cierta frecuencia, las comunidades quedan confinadas por enfrentamientos entre los diferentes actores armados que operan en sus territorios y quienes ejercen el control ante un Estado ausente.

El Gobierno de Colombia firmó en noviembre de 2016 el Acuerdo de Paz con las FARC-EP, una de las guerrillas del país, la más antigua el continente. Sin embargo, la paz ha resultado un camino mucho más largo y tortuoso de lo esperado.

En Colombia habitan 102 pueblos indígenas y se hablan 65 lenguas. Según la Corte Constitucional 34 pueblos se encuentran en riesgo de exterminio físico y cultural, por lo que ha ordenado su protección a través de planes de salvaguarda. En el departamento de Antioquia viven 37.000 indígenas de 5 pueblos diferentes: embera dóbida, embera chamí, embera eyabida, kunadule y senú. Como nos cuenta el líder de la OIA no basta con auto-reconocerse como indígena, aunque así lo recoja la Declaración de ONU para los Pueblos Indígenas. Es necesario realizar un trámite ante el Ministerio de Interior que, en algunos casos, puede demorarse más de cinco años. La falta de este reconocimiento impide el goce efectivo de los derechos que les protegen, fundamentalmente el derecho al territorio, imprescindible para el disfrute de los demás.

En enero de 2018, una delegación compuesta por el Gobierno Vasco, el Parlamento Vasco y las organizaciones CEAR-Euskadi y Mugarik Gabe pudimos visitar Bajo Cauca, una de las zonas de Antioquia donde vive el pueblo senú y algunas comunidades embera. Durante la visita nos reunimos con comunidades indígenas y otros sectores sociales, así como con instituciones públicas. Desde entonces, la crisis derivada del conflicto armado se ha agudizado en la zona, al tiempo que ha ido alejando la esperanza de paz que trajeron los Acuerdos de 2016. Las medidas de reparación colectiva y los planes de desarrollo con enfoque territorial parecen papel mojado.

A los desplazamientos de enero de 2018 de los que fuimos testigas en nuestra visita, siguieron los provocados por la construcción del megaproyecto hidroeléctrico HidroItuango, de EPM (Empresas Públicas de Medellín), que ha contado con financiación del BBVA a través del BID (Banco Interamericano de Desarrollo). Las comunidades huyen de las amenazas, los asesinatos, los confinamientos, minas antipersona, la violencia sexual y los enfrentamientos entre actores armados legales e ilegales. Desde 2018, según datos de la Unidad de Víctimas, más de 45.000 personas han salido desplazadas. Medicina Legal reporta 645 civiles, líderes y defensoras asesinadas en el marco del conflicto y 68 personas han sido víctimas de desaparición forzada para el mismo período en Bajo Cauca.

El decreto que en marzo declaró la emergencia sanitaria por la COVID-19 en Colombia, encuentra a las comunidades sumidas en una profunda crisis humanitaria como consecuencia del histórico abandono por parte de los sucesivos gobiernos, cuya única respuesta al conflicto ha sido aumentar la presencia de fuerzas militares especiales, medida que se ha demostrado ineficaz. El conflicto armado y los asesinatos no han cesado durante la “Cuarentena por la vida”, como la ha denominado el Gobierno colombiano. Paradójicamente, al tener que permanecer en sus viviendas, las defensoras y defensores de derechos humanos se han convertido, de esta forma, en blancos fáciles de ubicar. Según la organización Indepaz, sólo en este periodo 66 han sido asesinadas en el país.

Acostumbrados a resistir desde hace más 500 años, los pueblos indígenas han desarrollado estrategias milenarias para la protección de la vida y del territorio: la Guardia Indígena, figura emblemática, es una propuesta pacífica que vela por el cuidado de las comunidades y ejerce control territorial. En estos momentos contienen el paso de empresas y actores armados a las zonas que habitan ancestralmente. Si a las violencias derivadas del conflicto y al despojo territorial basado en un modelo de ‘desarrollo’ impulsado por el capital y las empresas multinacionales, sumamos la expansión del virus, la situación de exterminio que ahora viven los pueblos indígenas puede convertirse en un drama mundial.

El liderazgo indígena ha denunciado y exigido sus derechos a nivel nacional e internacional, ha visibilizado las violencias que viven, así como sus estrategias de resistencia, y ha tejido redes de solidaridad política a un lado y al otro del charco. El mundo vivía una crisis sistémica antes de que la aparición de la COVID-19 agudizara los impactos sobre las poblaciones que ya se encontraban en situación de precariedad y vulnerabilidad. El reto es global. Por eso, hoy, el líder indígena de la OIA que participa en el Programa Vasco Protección nos interpela: Si ya todos saben que nos están matando, ¿qué más podemos hacer para seguir viviendo?

 

Mugarik Gabe

CEAR-Euskadi