Durante el tiempo transcurrido entre el golpe de Estado, 10 de noviembre de 2019 y las elecciones que se realizaron el 18 de octubre de 2020, recuperar el proceso de cambio era la idea que más se expresaba en Bolivia.

Había una casi palpable tensión contenida por el convencimiento íntimo, silencioso pero evidente, de personas, organizaciones e instituciones que preveían que el día de las elecciones podía acabar con un fuerte estallido de convulsiones sociales y políticas. Cierto es que las declaraciones públicas hablaban de fiesta de la democracia y otros tópicos de días como este, pero todo el mundo sabía que los hechos, y las lecturas que se hicieran respecto a los resultados de esa jornada, podían suponer un enfrentamiento social incontenible acompañado o provocado por una represión gubernamental sin freno.

La victoria del Movimiento Al Socialismo era pronóstico compartido por todas las encuestas que se publicaban. Y por esa misma razón, el imaginario colectivo entendía que podía producirse un fraude por parte del gobierno golpista para prostituir el resultado. A partir de ahí, aunque los llamamientos a la calma, a no caer en las provocaciones de quienes no respetaran los resultados, eran consigna reiterada nadie aseguraba que el día acabara bien. Y nadie apostaba porque el país se levantara al día siguiente en un clima de tranquilidad. La sociedad se dividiría entre quienes, agarrándose al fraude, tratarían de dar continuidad al periodo que se abrió un año antes con el golpe de estado y la reimplantación del neoliberalismo más autoritario posible, y quienes defenderían el respeto a la voluntad expresada democráticamente en las urnas para que el paralizado proceso de cambio pudiera retomarse.

En los días previos a las elecciones analistas locales, un tanto alejados de la realidad social, aseguraban ante instituciones, embajadas y misiones de observación internacional que Bolivia había cerrado un ciclo histórico, y que ahora estaba ya instalada con firmeza en otra etapa que superaba a aquel que se había dado en llamar el proceso de cambio de los últimos trece años.

Eran disertaciones aparentemente profundas de conceptos como la defensa de la institucionalidad, el desarrollo de la gobernabilidad o los innegables provechos de la democracia liberal representativa. Sin embargo, obviaban absolutamente el hecho de que el país en el último año había sufrido un golpe de Estado, protagonizado por las élites.

El golpe de Estado desató una auténtica etapa de dura represión que hizo retroceder a Bolivia hasta los tiempos de las dictaduras militares y hacia aquellos, más recientes, de aplicación ortodoxa de las políticas neoliberales, en los que las masacres, detenciones y criminalización de la protesta social eran un hecho cotidiano. En el año de gobierno de facto Bolivia, que había mantenido índices medios de crecimiento económico en torno al 4%, se hundió en dígitos negativos y volvió a pedir préstamos al Fondo Monetario Internacional, haciendo así crecer su endeudamiento con estas instancias tan poco amigas de los intereses populares, pero tan cercanas a los de las élites económicas.

La ineptitud de aquellos que gobernaban el país como si de su finca de ganado o de soja se tratara, evidentemente, es una de las razones determinantes de esta nueva realidad que el país no vivía desde hacía tres lustros. Fue un año que vio como los más de veinte puntos en que se había conseguido reducir la pobreza y la extrema pobreza, se hacían reversibles y éstas volvían a crecer. Doce meses en los que el desempleo volvía a niveles de hacía dos décadas,  donde la mayoría de la población perdía poder adquisitivo mientras veía como la inflación aumentaba nuevamente, y como la pandemia se extendía sin medidas del gobierno de facto por tratar de frenarla. En definitiva, un año combinado de represión y pérdida de condiciones básicas para la vida de las grandes mayorías. Al mismo tiempo, la minoría de siempre, ahora nuevamente dominante en el estado plurinacional, volvía a los tiempos oscuros de la etapa neoliberal y reiniciaba los procesos de privatización de empresas públicas estratégicas y entrega de los recursos naturales a las empresas transnacionales.

Y a pesar de todo ello, la sorpresa saltó el domingo 18 de octubre. La opción expresada por la mayoría absoluta de la población de Bolivia fue tan aplastante que sumió a las fuerzas oligárquicas, a algunas cancillerías extranjeras y a determinadas instituciones internacionales en un estado de shock. Los resultados que arrojaban la noche rompieron la tensión contenida, y dejaron a quienes pretendían el fraude sin posibilidades de ejecutarlo pues la diferencia entre la primera fuerza política y social del país era tan grande sobre las restantes que cualquier movimiento en esa dirección no hubiera tenido la más mínima credibilidad.

Ahora Bolivia camina ya en una segunda vuelta,pero no electoral, sino hacia una necesaria recuperación del llamado proceso de cambio que profundice en los ejes centrales de inclusión social, redistribución de la riqueza y un modelo económico y político social comunitario centrado en el estado, en las demandas populares y en la realidad plurinacional del país, más que pivotar su devenir exclusivamente en los dictados de los mercados.

Este último año ha servido también para comprobar una vez más el agotamiento del modelo neoliberal y como éste se hace más autoritario, precisamente en la medida en que se agota. Sigue anclado en postulados como la privatización de todo, hasta de la vida misma, la libertad absoluta de los mercados, el estrechamiento de las capacidades del estado, sin percibir que la hegemonía de la que disfrutó durante las últimas décadas ya no es tal. Los fracasos del neoliberalismo en los últimos años, tanto en el plano económico como en el político y social, a lo largo de todo el planeta son innegables; ahí está la crisis a partir de 2008 y la actual como resultado de la pandemia. Y su muestra de debilidad más evidente en estos tiempos, que se demostró en ese último año en Bolivia, es ese carácter autoritario que adquiere en la medida que pierde terreno ideológico. La democracia representativa, hace décadas bandera de la que se apropió el neoliberalismo, hoy se evidencia como un estorbo para el mismo en la medida que no sirva a sus intereses.

Es el lado más oscuro del neoliberalismo al que Bolivia nuevamente plantó cara reabriendo una brecha de progresismo posible que, tanto en este país como en el resto del continente, demuestre que es posible construir sociedades democráticas y realmente justas para las grandes mayorías.