golpe de estado“La activación de los derechos políticos está en el corazón de los acuerdos”. Esta frase, pronunciada recientemente con Sergio Jaramillo, Alto Comisionado colombiano para la Paz, en relación con el proceso de conversaciones de La Habana, para poner fin al conflicto armado de ese país, podría ser usada en gran medida, para describir una parte importante de lo que ocurre en América Latina en la última década. Así, parafraseando al Alto Comisionado, se podría afirmar que la activación de los derechos políticos y sociales por parte de las grandes mayorías está en el corazón de la reacción de las derechas continentales. Continentales, ahora si, en el sentido más amplio, pues se incluye plenamente al sistema norteamericano.
Venezuela 2002, Bolivia 2008, Honduras 2009, Ecuador 2010, Paraguay 2012, Brasil 2016… Esta no es sino la secuencia de los intentos, en algunos casos exitosos, de golpes de estado en la era de la democracia, en los tiempos recientes de los “no golpes de estado” como superación de las décadas anteriores de dictaduras militares. Sin embargo, tal y como demuestra esa secuencia, éstos han seguido siendo una constante y lo diferente con las épocas pasadas reside en la diversidad de estas acciones. Ésta ha sido múltiple, pues han ido adoptando formas y modos que, en cierta medida, les alejaban de los típicos y sangrientos golpes de estado que América Latina conoció en las últimas décadas del siglo pasado, pero que perseguían los mismos objetivos de siempre, como es mantener los privilegios de las clases oligarcas y el sistema político-económico dominante.

Encontramos así el modelo más clásico y conocido, como fue el sufrido por Venezuela en 2002, protagonizado por una fracción del ejército, pero bajo la dirección de la práctica totalidad de la oligarquía venezolana y el respaldo directo e inmediato de gobiernos como el estadounidense y el español. Luego, variantes de golpes de estado, hasta rozar el esperpento en algún caso, fueron los de Honduras o Paraguay. En el primero, el ejército sacó de la cama al presidente constitucional, Manuel Zelaya, y en pijama le expulsó del país. Todo ello por orden de la Suprema Corte de Justicia, que le acusó de graves delitos, como traición a la patria, aunque la verdadera razón es que había puesto en cuestión el dominio absoluto que la clase alta hondureña tiene sobre el país. Todo más propio del siglo XIX que del XXI, pero es que la oligarquía hondureña, verdadera protagonista del golpe, sigue considerando a este estado como su finca particular. Desde entonces los asesinatos de periodistas o defensoras/es de los derechos humanos, como el caso reciente de la dirigente indígena lenca Berta Cáceres, se han multiplicado, convirtiendo a este país en uno de los más peligrosos del mundo para quienes pretenden defender los derechos de las grandes mayorías o de la naturaleza. En el caso paraguayo, el Parlamento acusó y destituyó al presidente, Fernando Lugo, por mal gobernante dada su responsabilidad política en un enfrentamiento entre campesinos y policías. Casos, tanto el hondureño como el paraguayo, que nos acercan más a cualquier obra del realismo mágico de García Márquez que a una práctica política verdaderamente democrática.
En Ecuador, en 2010, el intento de golpe de estado se encubrió mediante un aparente motín y protesta policial, en el que llegó a peligrar la vida del presidente Correa. Mientras tanto en Bolivia, en el año 2008, como culminación de la permanente rebelión de la derecha oligárquica, se había intentado el denominado golpe de estado cívico-prefectural, ya que fue protagonizado, en apariencia, por movimientos civiles bajo el mandato de algunos gobernadores departamentales. En ambos casos, Ecuador y Bolivia, había que acabar con los incipientes procesos de cambio social y político para restablecer el neoliberalismo más ortodoxo practicado en las décadas anteriores y que, como en la mayoría del continente, había llevado al empobrecimiento a millones de personas. Por fin, hoy es Brasil quien ocupa las crónicas periodísticas en esta carrera continua contra los procesos de transformación en América Latina. En el gigante continental, en torno al 60% de congresistas y senadores están implicados (imputados o encausados) en casos de corrupción; sin embargo, serán estas mismas instituciones las que abrirán el proceso para la destitución de la presidenta, Dilma Rousseff, quien no tiene ninguna imputación por corrupción. La acusación es haber maquillado las cuentas del estado para esconder una parte del déficit acumulado en el año 2014.
Y a este proceso de golpes de estado, más o menos suaves (militares, institucionales…), hay que sumar los continuos boicots empresariales, huelgas patronales, sabotajes a la economía provocando desabastecimientos, o el control, uso y abuso de los medios de comunicación para construir acusaciones y ambientes de crispación en la población que desgasten a los gobiernos constitucionales. Y habrá que señalar que aunque en muchos casos, estos gobiernos, también han cometido errores en el desarrollo de estos procesos y acumulan en algunos casos importantes descontentos sociales, no hay, evidentemente, razones que justifiquen dichos golpes de estado y ataques, por mucho que la mayoría de los gobiernos occidentales (UE y EE.UU) han actuado respaldando, justificando, disculpando o, simplemente, mirando para otro lado.
Así, como se puede ver, es grande el abanico de acciones en esta última década larga contra los procesos de transformación política y social que se dan en América Latina y se puede, por tanto, afirmar que el golpismo latinoamericano nunca desapareció por mucha aparente transición a la democracia que se procurara en las últimas décadas del siglo pasado. Demuestra todo esto que las derechas locales, junto con los poderes políticos y económicos transnacionales, nunca han aceptado sus derrotas democráticas en las urnas. Precisamente aquellos que continuamente basan su palabra y acción política en la defensa del sistema democrático representativo como el mejor, demuestran que dicha defensa solo reside en el hecho de que este sistema les sea favorable y les permita mantener sus estados de privilegios y preservación de su poder económico y político.
Por eso hoy se demuestra, una vez más, que las estrategias que algunos de estos gobiernos progresistas han tratado de desarrollar, aquellas que se conocen como “derrotar e incorporar”, han sido un absoluto fracaso. Se pretendía, una vez vencida electoralmente la derecha, incorporarla en un permanente estado de pactismo a los procesos de transformación a favor de las grandes mayorías. Todo ello siendo consecuentes y coherentes con el sistema democrático. Sin embargo, estas fuerzas y los poderes oligárquicos del continente, con los apoyos transnacionales, incluidos los grandes medios de comunicación de masas, han estado en permanente y agresiva oposición hasta considerar llegado su momento para recuperar, si es necesario por medios nada democráticos, el poder perdido, ese poder que siempre han considerado como únicamente suyo, casi por derecho natural.