El anterior presidente de Estados Unidos, Barack Obama, pasa a la memoria colectiva en gran medida como un “presidente bueno”. De una parte por su imagen pública, de otra, al establecerse la irremediable comparación con las primeras decisiones del actual. Sin embargo, la realidad es otra. Solo dos hechos: de una parte, mantuvo a su país en todas y cada una de las guerra abiertas que tenía al llegar a la presidencia, pese a haber prometido su salida de la mayoría, y no cerró la ilegal cárcel de Guantánamo manteniendo allí a decenas de personas, nunca juzgadas en ningún tribunal y, por lo tanto, detenidas durante años en la más absoluta ilegalidad. Esto dice poco de su concepción y respeto a los derechos humanos y de los diferentes pueblos a decidir su presente y futuro sin intromisión de terceros. Pero además, en el plano interno, durante su mandato son inocultables los continuos episodios de racismo y discriminación contra la población negra a lo largo de todo el país y en especial los protagonizados por las fuerzas policiales, dando lugar a levantamientos y protestas como hacía años no se producían. Y esto durante la presidencia del primer mandatario negro de la historia estadounidense. Pues bien, a pesar de ello y tal y como se señala al principio Barack Obama se ha ido de la Casa Blanca con una cierta y popular buena imagen. Sin duda, entre otros actores, pero de forma determinante, han contribuido a ello los grandes medios de comunicación, los lobbys de la imagen y la información.

Otro dato, que ahora nos permite poner la mirada en América Latina, es el hecho de que EE. UU., durante esta presidencia, junto con las fuerzas neoliberales locales, ha tratado en todo momento de recuperar su tradicional política de dominio sobre esta parte del continente y para ello también ha hecho uso (y abuso) de los medios de comunicación masivos. Después del viraje hacia la izquierda de gran parte de América durante la primera década del siglo, se ha pretendido ganar lo que consideraron como su espacio perdido, el famoso “patio trasero”, y avanzar en la restauración neoliberal en estos países o, en el afianzamiento de aquellos gobiernos que se mantuvieron como aliados fieles en esta etapa. Y es con ese objetivo que se irán recuperando también gran parte de los instrumentos y métodos de las décadas pasadas, tales como el estrangulamiento económico, el soborno y extensión de la corrupción, el silenciamiento de defensores y defensoras de los derechos humanos, el bloqueo de financiamiento exterior, el sabotaje y, por supuesto también el sobredimensionamiento de los propios errores cometidos por estos procesos de transformación que empezaban a caminar en estos años. En suma, todas las viejas estrategias, excepto la reinstauración de regímenes dictatoriales en manos de militares como en las últimas décadas del siglo anterior. Ahora, la implantación de “democracias representativas controladas” por los tradicionales poderes políticos y económicos se considerará suficiente para la restauración antes aludida. Aunque esto no supondrá la eliminación de los llamados golpes de estado blandos cuando lo consideren necesario.

Pero, además de los métodos anteriores señalados, hay otros que han jugado, y juegan, un papel determinante y que interesa señalar de forma especial. Son aquellos que aluden al uso continuo de la propaganda, a la manipulación informativa, a la tergiversación de las noticias o a la difamación de líderes y lideresas, de gobernantes elegidos democráticamente. El insulto y la criminalización de éstos últimos o de líderes y organizaciones sociales también es un elemento constante. Todo ello con el objetivo de contribuir al desgaste de los procesos de cambio y transformación y mucho más allá del análisis informativo y político necesario al servicio de la población. Pues bien, para la puesta en marcha de estos métodos, además de los famosos “think tanks” de la derecha que definen estrategias y señalan caminos de acción, estarán los medios de comunicación masivos, en estrecha relación con las oligarquías locales y con las directrices que llegarán del norte del continente y de Europa, en especial del estado español.

Así, O Globo en Brasil, Televisa y Tele Azteca en México, Grupo Clarín en Argentina, Grupo Cisneros en Venezuela, Caracol en Colombia y otros grandes grupos mediáticos se convertirán en herramientas determinantes, controladas por las élites económicas para la nueva etapa que se desarrolla en estos últimos años. La fase del nuevo asalto al poder para la restauración (o sostenimiento) del sistema neoliberal antes derrotado por los procesos de transformación y la indignación de las mayorías sociales ante el continuo empobrecimiento y violación de derechos básicos. Estos son los grandes medios que hoy constituyen la geopolítica de la comunicación masiva en América Latina y que trabajan en alianza estrecha con diferentes grupos mediáticos de Europa y Estados Unidos (Fox, Prisa…). Determinan, definen y extienden ideología, pensamiento único, que nuevamente pretende ser dominante. Ellos definen los horizontes posibles del bienestar que la población debe anhelar; ellos construyen “las verdades” para la legitimación del sistema y su restauración.

Un repaso somero de estos años nos coloca ante la innegable beligerancia de estos medios en su combate contra los procesos de transformación. Sus líneas editoriales han definido, en muchos casos, las estrategias a seguir para acabar con ellos o para justificar las actuaciones de aquellos otros que siempre fueron aliados de las élites económicas. Incluso, en determinados golpes de estado blandos o institucionales exitosos (Honduras, Paraguay, Brasil) y en otros fracasados (Ecuador, Venezuela, Bolivia) jugaron papeles determinantes. Por ejemplo en Bolivia, septiembre de 2008, cuando desde estos medios se daban indicaciones para las actuaciones de los grupos de choque en el intento de golpe de estado y algunos de estos medios llegaban a los lugares de enfrentamiento, incluso antes de que éstos se dieran. Y esta no es una excepción en el continente sino una constante. O en otro orden, la campaña de difamación continua contra el kichnerismo en Argentina cuando el gobierno de Cristina Fernández trató de limitar el monopolio de Clarín. En el mismo sentido el periódico británico The Guardian denuncio en su momento la campaña desarrollado por Televisa a favor del candidato Peña Nieto para que alcanzara la presidencia de México; este medio llegó a poner en marcha una unidad especial secreta para impulsar ese triunfo mientras, en paralelo, articulaba campañas de difamación contra su principal rival en la izquierda, Andrés Manuel López Obrador. En Venezuela, en el año 2002 cuando se dio el golpe de estado contra el presidente constitucional Hugo Chávez, el magnate de los medios de comunicación Gustavo Cisneros fue uno de los instigadores principales, hasta el punto de ser calificado por algunos como el verdadero jefe supremo de la intentona. Pero es que además, y tal y como se escribió en la prensa española de entonces (El Mundo; 24/11/04) “poderosos medios de comunicación, en Venezuela y en el exterior apoyaron directa e indirectamente el golpe. Cuatro de los cinco canales de TV son propiedad de compañías privadas y exhortaron incesantemente a la huelga y a las manifestaciones orientadas a derrocar al presidente. Lo mismo sucede con nueve de los diez diarios más importantes. Después silenciaron cualquier información sobre la reacción popular y militar que restableció la legalidad constitucional.”

En este contexto, salvo honrosas excepciones, tres serían los objetivos de la mayoría de los grupos mediáticos en la disputa en América Latina hoy: legitimar el sistema cuando éste todavía está en manos de las élites; combatir los procesos de transformación y cambio protagonizados por las mayorías sociales; y avanzar en la restauración neoliberal. Así su ubicación, más allá de la labor periodística, les sitúa al servicio de los poderes económicos y políticos más tradicionales. Por lo que sus campañas de difamaciones y manipulaciones constantes, sus construcciones de realidades al servicio de esos poderes citados, sus ataques antidemocráticos a gobiernos democráticamente elegidos, imponen, aunque esos medios nieguen su necesidad, la ruptura de los monopolios comunicativos que encarnan y afrontar profundos y urgentes procesos de democratización de estos medios.